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“Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe,
soy filósofo, soy demonio y soy mundo,
lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy”
Borges ( El inmortal)
Paco Cartaphilus Pestana
En el campo de la creación es difícil poner cerco a la obra de algunos artistas, podríamos caer en la trampa de teorizar reduciendo la imaginación a dietas estilísticas o metabolizar un proceso plástico marcando sin piedad las horas, minutos y segundos de cada movimiento. Por este motivo, no resulta sencillo hablar de la obra de Paco Pestana, sin antes comprender que nuestra mirada tiene que liberarse de todos aquellos recursos a los que habitualmente echamos mano los que nos empeñamos en enjuiciar el arte.
En el relato borgiano, la única inmortal era la memoria que atravesaba a través de las palabras la historia del hombre. La memoria permanecía atrapada en el viejo manuscrito de Cartaphilus como habita en las piezas de Pestana, envolviendo cada recuerdo con objetos recuperados y maderas pigmentadas de colores y poemas. La memoria regresa, una y otra vez, a los tiempos de “pavor argentino a los espantapájaros” y a lugares en los que todavía imperaba el miedo a los lobos y las lechuzas taladraban los oídos; un tiempo y un lugar que el artista necesita reivindicar para no perder de todo la ingenuidad.
La realidad se ha vuelto demasiado cruel y desalmada, porque el mundo se ha transformado en una gran y “nefanda Ciudad de los Inmortales” donde los trogloditas campan a sus anchas diseñando guerras y atropellos. El hombre, el escultor, se evade por desiertos personales rastreando ríos perdidos, cercanos a una naturaleza varada en la niñez y los trae al presente para poder edificar su propia realidad, un cenáculo abierto a un animalario incontrolado de dragones en relieve, caracoles con sombrero, ranas engalanadas, pájaros con casco... los nuevos y antropomórficos Argos. Todo es posible en esta urbe de silencios, donde no existen atribulados argumentos que maticen esos encuentros con el dadaísmo o el surrealismo, ni hilos de unión con Dubuffet o Fautrier, ni siquiera falacias que describan la belleza o zalamerías que perturben la paz de un taller atiborrado de sueños, en el que Pestana, aun sin llegar a la admiración por Borges, se siente aprehendido por aquellas doctas palabras del argentino: “lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal”.
Pestana se sabe artista, poeta, filósofo de la vida, quizás también, dios, héroe, demonio y mundo; por eso se sabe mortal. Cada verso escrito, cada obra tallada o cada objeto descubierto viven comprometidos con el entorno de relaciones personales, con la naturaleza ultrajada, con la libertad, con lo íntimo apostado en los rincones familiares, con lo alejado que sucumbe a la muerte impuesta y con todo lo que se revuelve contra el imperio de unos pocos. Cada verso y cada obra es un canto a la sencillez, aunque sus piezas sean exuberantes, a la nobleza, aunque algunos de sus seres se vistan con armas, a
una existencia en la que el propio artista, sin ser “feo, católico y sentimental”, se disfraza de apolíneo, iconoclasta y romántico; es el último Cartaphilus que todavía no tiene móvil.
En esta última presentación en la galería Atlántica, persevera en sus batidas personales y emocionales, mostrándonos a sus hijos oníricos, permitiéndonos que compartamos su sarcasmo, su ironía, su humor y su humanidad. Henri Michaux, uno de los reverenciados por Pestana, dijo que “es difícil juzgar una ópera por el libreto y una canción por la letra. La letra no es más que un soporte”. Al espectador de esta exposición le aconsejaría que no se quedase sólo en la piel de estas piezas, que escudriñen hasta llegar al manuscrito plástico auténtico, el único que, con la memoria, acabará siendo inmortal.
Mercedes Rozas
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