lunes, 10 de diciembre de 2012

Llegan las cartas del nómada dorado

Llegan las cartas del nómada dorado

 

El escritor Bruce Chatwin, en una imagen tomada en París. / ULF ANDERSEN (GETTY)

A punto de cumplirse 23 años de su muerte, ¿qué nos queda de Bruce Chatwin? Los viñedos de Afganistán, el anhelo de Persépolis bajo la lluvia, las pisadas de las gacelas en la arena africana, los alminares de Jam, los arriates de rosas en los jardines de Istalif, el canto perdido de un viejo aborigen en los desiertos de Australia, toda Patagonia, un vehemente deseo de belleza y libertad... No hemos sido tan afortunados como Werner Herzog, que heredó su baqueteada mochila. Pero es igual, mientras tengamos sus libros, unas botas y un destino (¡y una Moleskine!), Chatwin seguirá con nosotros.

"Era una fuerza de la naturaleza", me dice otro gran viajero, Colin Thubron, que lo conoció bien. "Muy obsesivo, tremendamente hablador cuando tenía una idea en la cabeza (que era casi siempre). Violentamente imaginativo más que juiciosamente erudito, y ciertamente no académico. Te sentías arrastrado por la pura fiebre de su entusiasmo".

No sé, es pensar en el rubio Bruce y sentirse invadido de un deseo de partir y de una rara melancolía que se extiende como un hermoso vellón dorado sobre el extenso suelo del mundo. El James Dean de los viajes, el Alejandro de los trotamundos, el culto, narcisista y bisexual efebo errante, Bruce Chatwin (1940-1989) alzó la antorcha de su vida —que acabó abrasándolo— para señalarnos la dirección de una existencia nómada en caminos, intereses y afectos. ¿Adónde hubiera llegado? Rushdie, su amigo, ha dicho que Chatwin solo estaba empezando y que únicamente hemos podido ver el primer acto de lo que hubiera podido llegar a ser. Cruzó los límites entre la ficción y la no ficción, viajó como una efervescente rencarnación de Rimbaud. Era capaz de hacer un viaje para ver la armadura de un mongol disecado en el desierto de Sind, motivarse con un trozo de perezoso gigante y hasta tuvo de mascota una pitón. ¿Cómo no rendirse a alguien así?

Era una fuerza de la naturaleza”

Colin Thubron

Ahora llegan sus cartas (y que emocionante es pensar que arriban desde esa inexorable frontera que no vuelve a cruzar viajero alguno) para iluminar el trayecto intelectual y vital de un personaje cuya dimensión se agiganta con el paso del tiempo. Le muestran más inseguro que sus (seis) libros, más humano, vulnerable, inquieto e impaciente. Automitificador, snob, poseur, deseoso de impresionar, sí, pero, como dijo nada menos que Robin Lane Fox: "boy, he knew"; vamos, que ¡sabía de todo!-. Lleno de planes volátiles y viajes que nunca se realizan. Y muy preocupado, obsesionado incluso, por las cuestiones económicas.

Bajo el sol (Sexto piso) es una selección de varios centenares de cartas enviadas por Chatwin —incluyendo postales (como la del Zamzama, el cañón de Kim, en Lahore; o la del cráneo de Cromañón, en Les Eyzies) y algún telegrama—, que ha realizado su viuda Elizabeth Chatwin en colaboración con el notable biógrafo del escritor, Nicholas Shakespeare. La colección, minuciosamente anotada y comentada, abarca cuarenta años. Arranca con una carta de Bruce a sus padres en mayo de 1948, desde el colegio, y acaba con otra dirigida al propio Shakespeare el 29 de diciembre de 1988 (Bruce murió el 18 de enero siguiente, cuatro meses antes de cumplir los 49 años), escrita por mano de Elizabeth. De hecho las últimas cartas de Bruce Chatwin, estragado por el Sida, las dictó todas a su mujer ("tengo las manos entumecidas y soy incapaz de usar las piernas"). Entre la primera y la última, como una caravana de papel que atravesara el mundo hasta sus confines, se extiende el increíble y fascinante itinerario de un alma inquieta devota como pocas de lo exótico y lo hermoso. A destacar que son el único material que Chatwin nunca corrigió.

El James Dean de los trotamundos se carteó con Brenan, Ivory y Sontag

El reguero de cartas se puede leer, recalca Shakespeare, como una suerte de autobiografía en zig-zag y lo más cercano posible a una conversación con Chatwin. Su trabajo en Sotheby's, los estudios de arqueología, la fascinación con los nómadas, la génesis de los libros, los viajes, su etapa de periodista (entrevistó a Malraux, a Mandelstam, a Indira Gandhi -en una carta recuerda jocoso como un mono con mastitis trataba de levantarle el sari a la primera ministra-), la vida mundana a la que era tan adepto (“escoltando a Jacqueline Onassis a la ópera el jueves”), la ruptura con Elizabeth (pese a que su mujer le dejaba vivir libre sus aventuras, las de mochila y las otras), y la vuelta con ella, el rosario de dolencias provocadas por el Sida…

En una carta desde Niamey, Níger, dice que ¡se ha dejado bigote! ("por primera vez me deshago del espantoso aspecto de niño bonito y puedo otear la posibilidad de hacerme mayor si no con dignidad al menos con cierto estilo"), y afirma sentirse, entre tuareg, bouzous, peulhs (de los que anota el rumor de que cambian de sexo en ciertas estaciones del año), hausas y camellos, "very Beau Geste". En otra explica cómo se pasea "COMPLETAMENTE DESNUDO" (sic) , excepto las botas, por las montañas de Oregón, para sorpresa de un guardabosques. En un fuerte rajputa antigua propiedad de un coronel de los Lanceros de Jodhpur, fuma ganja y mientras nosotros diríamos tonterías él rompe a recitar en sánscrito las primeras estrofas del Bhagavad Gita, ¡qué tío!

Los documentos se pueden leer como una autobiografía en zig-zag

Entre los destinatarios de sus cartas, Elizabeth, sobre todo; su familia ("Querida mami, ¡Afganistán, al fin!", Herat, 1963) y amigos, sus editores y una buena lista de personajes célebres, entre ellos Susan Sontag—-a la que recuerda el fantástico rato que pasaron juntos ¡comiendo entrañas en Chinatown! y hace reflexiones amargas sobre la Guerra de las Malvinas-, James Ivory, del que fue amante, según su biógrafo, y al que llama Jungle Jim("Mauritania, nada excepto hombres azules caminado a través de paisajes naranjas y púrpuras"), Gerald Brenan, al que explica cómo fue a Ouidah en la costa de Dahomey y encontró la pista de De Souza, tratante se esclavos y virrey del reino africano…

También están entre los correspondientes Paddy Leigh Fermor, de cuya casa en el Peloponeso Chatwin era un asiduo y en las cercanías de la cual se esparcieron sus cenizas ("te buscaré el diccionario comparativo de lenguas indoeuropeas en Blackwell's y te lo traeré de regalo"), Desmond Morris (con el que habla de un niño lobo indio), Roberto Calasso, Paul Theroux, o Colin Thubron ("el mito de Prometeo es crucial para explicar la condición de los primeros hombres, ya que es con el fuego con lo que podía protegerse de noche de los depredadores"). "Ocasionalmente recibía una carta suya out of the blue", me dice Thubron. "Simplemente quería celebrar algo que le había fascinado, como si no pudiera dejar de escribir sobre ello, y no precisaba de ninguna respuesta". Una de las cartas es a Eileen Gray, la nonagenaria arquitecta y diseñadora en cuyo apartamento Chatwin vio el mapa de Patagonia. "Vaya por mí", le dijo ella.

Hay en las cartas -en las que aparecen citados infinitud de personajes, Jan Morris, Michel Tournier (a propósito de las conexiones entre Los meteoros y su Colina negra), Peter Matthiessen- frases y descripciones maravillosas. "Los aborígenes australianos aunque infinitamente fascinantes son también infinitamente tristes", "las ovejas eran del mismo color dorado que la hierba agostada, un arco iris se elevaba de un lado a otro y bajo él una bandada de grajos alzó el vuelo centellando como diamantes negros".

Encontramos en origen algunas de sus citas más célebres: "Dentro de todo viajero un anacoreta está deseando quedarse". "El cambio es la única cosa por la que merece la pena vivir. Nunca aparques tu vida en un escritorio. Lo que sigue son las úlceras y los problemas cardíacos". "Tengo la compulsión de vagabundear y la de volver, como un ave migratoria". Una carta está dedicada al problema de conseguir las libretitas Moleskine, que él convirtió en icono del viaje.

Otras muestran a un Chatwin en horas bajas, indeciso, insatisfecho. Hay chismes y pequeñas bajezas. Un afán de socializar y aparentar. Resulta también terriblemente patético, o acaso entrañable, el empeño en sus penúltimas cartas por negar la evidencia del Sida y disfrazarlo de enfermedad glamourosa: "Malaria no diagnosticada cogida en el famoso viaje a Ghana", "el hongo que me ha atacado la médula ósea se ha identificado solo en diez campesinos chinos (presumiblemente es en China donde lo he cogido), unos pocos tais y una orca arrojada en las costas de Arabia". "Metabolizó su dolencia en algo rico y extraño", anotan su mujer y su biógrafo.

Aunque aparecen sus amantes, Teddy Millington-Drake, Andrew Batey, Jasper Conran o Donald Richards, no se encuentran en las cartas muchas referencias a las relaciones homosexuales de Chatwin. En realidad casi todas las que hay las ha de acotar Shakespeare porque si no resultan ininteligibles. Su espléndida y sugerente biografía (Bruce Chatwin, Muchnik Editotres, 2000) es infinitamente más explícita y reveladora en ese sentido y los dos libros se complementan como un todo.

Es difícil quedarse con una carta. Pero encuentro especialmente conmovedora la que envió a su padre para disculparse por haber explicado en En la Patagonia una historia desafortunada de su bisabuelo. "I am sorry".Como frase es notable la de una carta desde el Hotel Cabo de Hornos, en Punta Arenas: “ Mi mochila está tomando la más bella pátina”.

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